La inquietud de partir


Miguel Sánchez-Ostiz

La inquietud de partir es algo que a los poetas los pone al papel, mientras que para el común que no tiene la suerte de habitar mundos invisibles, es como una garra que le coge en frío el garganchón y parece le ahoga. Tiene que ver con el aliento a podre de Sanchito Muerto, ese fantasma que te sigue y te avisa que ya empieza a ser demasiado tarde para casi todo, y que sin embargo, antes de que tu mismo empieces a oler a rencor muy seriamente, te empuja a echarte al camino para terminar metiendo los pies en las aguas heladas del estrecho de Magallanes, allí por Punta Arenas, y decirte: «¡Qué paz!».

El olor a rencor es un mal olor, un pésimo olor, parecido al zokusai, porque en el cerrado crece y de la asfixia se alimenta, como se alimenta de las oportunidades perdidas, de los sueños malogrados por zurdería, azar o impericia, del no haber hecho lo que había que haber hecho y andar ya dando vueltas a la zorrera como sombra de uno mismo. Y eso que echarse al camino es más fácil de lo que parece. Eso lo saben los que tienen costumbre, los que están en el camino casi sin otro objetivo que contagiar a los que están en reposo. Y encima los horizontes abiertos abundan, tanto que no damos abasto. Como abunda la gente que podemos encontrar en el camino. Porque encontrar al compañero de viaje, al otro, a los otros, a los que no son de aquí porque son de allí, es casi la meta de todo viaje que no nos tenga a nosotros mismos, a nuestras peores mañas y prejuicios como meta. Todo viaje es posible, allí lejos y aquí al lado. Pasear el elegante esplín del nada más que la tierra por los confines es maña de lerdos que igual te hace escribir una fina estampa muy aplaudida. En cambio, entregarse a la euforia del viaje en un lugar sin nombre, entre cielo y tierra, a la vista de la cordillera Darwin, cuando el viento que tumba árboles te peina ya la calavera y el humo del fuego te hace lagrimear los ojos, al tiempo que escuchas los fragmentos de otras vidas que igualan tu condición humana es una muy seria señal de advertencia que igual te calla para siempre, pero con la satisfacción de aquellos gemelos galeses ya ancianos que en la Colina negra de Bruce Chatwin se echaron un día a volar por encima del pequeño mundo del que jamás habían salido para comprobar su real tamaño y la intensidad de sus sueños.

*Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (16/6/2020)

Publicar un comentario

0 Comentarios