En la cordillera de San Juan, hay guanacos de gran alzada, altivos, soberanos, de pelo blanco, blanquísimo. Si alguien osa dispararles, las balas no los penetran o se le atasca el rifle al que quiere matarlos. Eso lo saben los baqueanos. Por eso, los respetan y no los cazan.
Si les preguntas por qué, porque saben eso, te van a contar del viento o del diablo. A veces, son lo mismo. Sucede cuando el hombre va rastreando, días o semanas, ganado perdido. Solo, en medio de esas montañas irredentas, solo, en medio de un frío invencible, solo, sólo consigo mismo, escucha una voz: si es el diablo o es el viento es indistinto. La voz lo guía.
La voz le dice donde vadear el río, en cual quebrada buscar, por donde trepar y encontrar el abra. El hombre sigue a la voz, es una voz bienhechora, dadora, protectora, fértil: si es el viento o es el diablo, es igual.
Y entonces sucede que, haciéndole caso a la voz, se aparecen los animales. Esa noche, fogón, celebración y vino, el baqueano agradece a la voz, se ofrenda, se macha lindo, feliz, con el viento o con el diablo, da lo mismo.
Es noche de amparos, de regocijos, pero también de compromisos, de reciprocidad. La voz le dicta al hombre: no vas a cazar a los guanacos blancos. El hombre, envalentonado por el trago, se atreve y grita, grita a la oscuridad, inquiriendo el motivo. Porque son míos, carajo –se subleva la voz –porque yo los cuido.
Algunos aseguran que esas voces no son ni del viento ni del diablo: son las voces de los antiguos chamanes huarpes. Algunos hablan de ellos como brujos o hechiceros. Ellos, dicen, fueron los que criaron esa raza de guanacos albos: mágicos, bellísimos, eternos.
Pablo Cingolani
Desde algún lugar, 25 de julio de 2020
Fotografía: Lucas Poblete
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