Nordenskiöld, etnógrafo y cangrejo, se dio cuenta. Sus gafas con monturas de carey, su sombrero de legionario y su esposa Olga no cuajaban, no eran parte de la puesta en escena del drama. No era el teatro de la opera de Manaus el que se incendiaba. No era poeta. No era cartógrafo. No era Fawcett. Él sufría luteranamente hablando: llagó con piedad forestal su corazón por esos montes. Se espinó, peor que un pacú.
Y tal vez, ese lacerarse, lo cargó hasta el final, hasta morirse Erland I de Gotemburgo, Erland el sabio, ungido en las Serenas Suecias: jamás pudo arrancarlo de ese pozo sin fin para los ímpetus, esa lepra de los sentimientos, donde se obstina en sumergirte el capitalismo. Encontrarlo aquí, en la geografía del azar, los sitios sin neurosis, las tierras sin mal, es para mecerse siempre. O demenciar. Nadie que huela los intestinos de la guerra, el hedor del genocidio, podría quedar ajeno.
Un día, una raya, en un río, te da una descarga eléctrica y te sacude del cuello hasta el culo. No te enojarías con el río, ni con la arena, pero tampoco con la raya. ¿Qué culpa tiene el pez que lo hayas pisado?
Huir de tanta barbarie. Huir hasta no poder replegarte más. Somos caracoles vagando entre heridas. En Eyiyoquibo, miras el río y todavía brillas.
(Sabes que un capitán enceguecido por la ira de no mandar, no saber, no poder joder más a nadie, enterró espadas y baúles, pañuelos y pergaminos, que se andarán pudriendo por ahí, en una isla que rebalsa chontas y platanales. Sabes que un fraile se enamoró de una caoba y confesó verle senos voluptuosos y una sonrisa que le insinuaba la cópula. Se murió orate en un convento de Burgos, aunque otros aseguran que vive errando en pena por los lados del Vilunto, el cerro embrujado. Esas historias con tesoros y ballenas, con mujeres y montañas y tormentas son mejores que la televisión. ¿Qué culpa tiene el aparato si lo has encendido?)
La noche más larga fue cuando llegamos a la playa de Cocos y esa mujer, con sombrero alón y polleras negras, se enfundó en sus cocas, sus cigarros, su alcohol y su misterio, y con nosotros los parias, se amaneció, cantando para que en la selva lloviera siempre masaco con mucho charque de jochi.
Siempre hay uno que jamás se rinde; siempre hay otro que da un paso al frente. En Eyiyoquibo, miras el río y todavía brillas.
Pablo Cingolani
Desde algún lugar, 5 de julio de 2020
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