El negro Ramón, el primer montonero

Buenos Aires, la capital argentina, se fundó dos veces. 

En plan establecerse, el asunto resultaba complicado en la costa oriental de Sudamérica: los nativos que moraban allí, cuando llegaron las naves desde Europa, practicaban el canibalismo ritual. Son memorables dos comilonas: la del piloto mayor Solís, hispano, masticado por los Charrúas, a orillas del recién “descubierto” Río de La Plata y la del obispo luso Sardinha, de retorno a Lisboa y cuyo apellido, de por sí, ya convocaba a la ceremonia.

La memoria de la ingesta del fraile tuvo eco y cifró el inolvidable Manifiesto Antropófago que Oswaldo de Andrade fechó en el “Año 374 de la Deglución del Obispo Sardinha”. Otra memoria, también literaria, cuenta los avatares de otro tipo de canibalismo: el forzado. En El hambre, en su misterioso y exquisito libro-homenaje a la ciudad, Mujica Lainez revive la crónica de Ulrico y las calamidades padecidas por los cerca de mil quinientos primeros habitantes del Buenos Aires de su primera fundación, la de Mendoza, en 1536.

La ciudad se volvió a fundar en 1580, 44 años después. Obra del señor Garay, el vasco llegó a la cita, bajando por los ríos desde Asunción del Paraguay, a donde los españoles sí pudieron instalarse sin comerse entre ellos, tras el despoblamiento del primer mi Buenos Aires querido.

El hecho fue que, en esas cuatro décadas largas, sucedieron algunos prodigios en la futura ribera porteña y sus aledaños: la pampa -palabra quechua, con la cual se terminó designando la llanura infinita que llegaba hasta la cordillera-, se pobló de vacas y caballos, de muchas vacas y de muchos caballos, que nacieron y crecieron libremente, e iban a signar el derrotero histórico de esos territorios.

También ocurrió algo que figura en las crónicas pero que los anales escamotean y no recuerdan: no todos los pobladores de la primera Buenos Aires se lanzaron Paraná arriba. Algunos, se quedaron.

Aculturación a la inversa: hay los que se volvieron como los aborígenes, como los Querandíes, adoptaron su modo de vida. Hay otros que -porque sí, porque el espacio les promovía deseos de cambio, de libertad, de revivir-, también se demoraron por allí, lo cuenta también el de Ratisbona, Ulrico Schmidl, el primer cronista de la Argentina. Uno de esos que hizo la suya fue el Negro Ramón.

Andá a saber cómo se llamaba, en verdad, el hombre y si era bantú o angoleño, guineano o senegalés, como los últimos nuevos recién llegados. Eso no lo sabremos nunca. Lo que si nos consta es que Ramón los días de la segunda fundación de Buenos Aires ya era una especie de jefe de irregulares, de comandante revolucionario de todos los deambuladores, los “vagamundos”, los parias que se habían quedado y de eso tomaban inquietante nota las autoridades ediles recién constituidas.

Los citadinos temían que Ramón y sus compañeros se lanzasen sobre la urbe novísima y la saquearan, la incendiaran, secuestraran a las mujeres y a los niños, lo de siempre: la ciudad temiendo a los de afuera, a los otros, a la chusma, a los bárbaros, a la montonera. Esta circunstancia también marcará, a sangre y fuego, la historia que recién comenzaba a escribirse, la historia de la futura capital del Virreynato del Río de La Plata y de la República Argentina.

¿Y qué pasó con Ramón, el rebelde, el cimarrón, el primer guerrillero? Parece que anduvo acechando con los suyos algunos años y luego fue capturado y encerrado en un calabozo y que, soñando con África o con su nueva patria negada, se le volaron los pájaros de la cabeza. Dicen que murió orate el Ramón, tal vez cantando el primer blues que se oyó por esas tierras.

Pablo Cingolani

Desde algún lugar, 1 de septiembre de 2020

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