Paris neurótica


Solo a los dioses está permitido el olvido, para los comunes mortales la memoria será siempre su condena.

Pigalle. Desde hace muchísimos años este barrio perdió su fascinación, Toulouse-Lautrec dejó de hacer pasear por aquí sus fantasmas, Degas no frecuenta ya bailarinas, hipódromos y museos y a Baudelaire no le interesa este Spleen opaco, frio y tartamudo. Hoy queda un paisaje adonde solo los neones ofrecen movimiento, sobre todo los que intentan apagarse…o tal vez siempre ha sido así y fueron los brillantes artistas de una Belle Époque que jamás volverá, los que encendieron un fuego jamás visto antes. Aquella noche habíamos dejado una propina anormal al maître que nos atendió en la Brasserie, todos los Francos franceses en monedas que teníamos en nuestro bolsillo, la atención fue subliminal y la eterna Salade Niçoise que comimos esta noche había sido una de las más ricas de todos los tiempos. Para completar faltaba tomarnos un digestivo en un bolichito que habíamos conocido noches antes, cerca de Pigalle, pero lejos de las luces rojas, uno de aquellos ambientes que periódicamente la moda, la suerte o el destino ofrece a un barrio para cambiar su presente, mañana tal vez su futuro. Caminando y fumando nos dirigimos hacia aquel boliche. Pasando al frente del famoso Moulin Rouge nos vino a la mente lo que fue, la fama de una época alegre que, pero era el presagio de algo atroz, un canto del cisne, un meteorito, un espejismo, luego la inevitable decadencia. Hoy el casi abandono.

Danielle era la típica neurótica parisina, la chica burguesa que vive la jungla de asfalto, la que se muerde las uñas todo el tiempo, toma miles cafés negros, come chocolate amargo y fuma Gauloises sin filtro. Fuimos al cementerio de Montparnasse, aquel día era de fiesta. Al entierro de Serge Gainsbourg los cigarros y el Bourbon eran gratis, las rosas rojas, las poesías de los maudit, se distribuían y se recitaban a la entrada. Con Danielle íbamos también a los Jardines de Luxemburgo, nos sentábamos frente al sol y con los hipocastáneos que regalaban su tenue sombra al pelo castaño y a sus ojos color de miel. Nos fumábamos diez, a veces veinte cigarros escuchando el canto de los pájaros y mirando las nubes, las de Baudelaire, las que París regala a sus habitantes en primavera. Nos reíamos de los perritos condenados a mujeres atentas y a hombres distraídos; observábamos con detenimiento la soledad de ambos y terminábamos en un bistró, frente a un Beaujoulais del color de la mauvaise sang, de la goliarda poesía…amores amarillos, vocales coloreadas, pasiones imposibles…imaginando buhardillas insomnes y estaciones de metro siempre abiertas. La sonrisa de James Cagney, una película de Leo Carax y siempre a Juliette Binoche. Caminando volvíamos hacia Rue du Mont Thabor. Era domingo, siempre domingo.

El Balajo es una discoteca ubicada en la Rue de Lappe, ahí terminaban tomando gin tonic “a la Hemingway” los futuros radicales chic de la izquierda pop europea, mirando la caída del muro, riéndose de Yeltsin y esperando Godot. La debacle fue tremenda, muchos discursos extrañaban al Lacan irreverente, otros la dicotomía de Bertolucci, entre el dernier tango y los sueños situacionistas. En la madrugada, a los más resistentes los podías encontrar al mercado de pulgas en Porte de Clignancourt, los demás tomando café au lait en Marne-la-Vallée, la puerta de EuroDisney…
…y me sigues diciendo que aquí vendrán a morirse solo los americanos buenos.

Maurizio Bagatin, 2 mayo 2021
Imagen: Henri Cartier-Bresson, Paris, 1932

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