Detrás de las montañas


 La utopía -ese no lugar, no el de Augé- se metaforiza con una llegada al horizonte que luego se vuelve otro. La marcha es infinita: es otra versión del homo viator, epitome del occidentalismo, en el cual hemos nacido y nos ha marcado. Negarlo es esnobismo progre.

 

Diremos, en esa dirección, algo nutriente, lejos de prejuicios, reduccionismos y debates vacuos: somos lo que caminamos. Sin esta simple pero verificable afirmación, no se explicarían obras tan vitales como las de un Kusch o la de un Haroldo Conti. He ahí nuestra utopía. Que los pasos recojan las huellas -las nuestras y las de los otros- y así honremos lo mejor que podamos al destino que nos ha señalado este lugar en el mundo.

 

Esta cita se la agradezco a Muzam que me envió un documental donde, precisamente, el malogrado Haroldo habla y dice: “Para mí es una especie de fatalidad y lo digo sin hacer literatura… no me siento especialmente feliz cuando escribo, me cuesta escribir, me cuesta bárbaramente, yo creo que para mí es una sustitución de la aventura a veces, como no puedo viajar, como no puedo trepar una montaña, como no puedo navegar, bueno, todo eso lo hago a través de la literatura”.

 

Uno se conmueve sin remedio con estas palabras, tomando en cuenta lo antedicho, tomando en cuenta que Conti, antes de que unos miserables militares genocidas lo secuestraran, lo torturaran -lo martirizaron con saña, como a Víctor Jara, por lo que expresaba con su arte- y lo asesinaran, había escrito, y es sólo un decir, una novela tan excepcional y tan inspiradora como es Mascaró o un cuento como Todos los veranos, con el que siempre vas a lagrimear de emoción sincera.

 

Escribo esto motivado por el hecho de que en dos días estaré trepando a una montaña con un nuevo compañero de travesías con el cual esperamos ver cumplida esa sentencia de ir a ver que hay “detrás de las montañas”. “La larga marcha”, no la del gran Mao: la existencial.

 

Desde ya, no esperamos encontrar ni una ciudad perdida, ni un tesoro oculto y misterioso. Baste con llegar y mirar qué cosa vemos del otro lado. Afuera y adentro. Una especie de plan oracular. Una apuesta a recrudecer la mística. Un desafío contra nosotros mismos. Siempre es lo mismo, nena, y esto no es mío, es de todos los que seguimos creyendo en un mundo justo: hay que seguir socavando, demoliendo, acabando con el “hombre viejo” para que, de su derrumbe, nazca, dialécticamente o a patadas, el dichoso “hombre nuevo”.

 

El primero que señaló esto, más o menos así, fue ese visionario olvidado que fue Simón Rodríguez, el maestro, el mentor, de Simón Bolívar. Ese que de tanto andar, de tanto caminar la América Profunda, de tanto poetizarla, propiciando la rebeldía y la magia de ser nosotros mismos, nos dictó el camino que sigue siendo faro. Sentenció: O inventamos o erramos.

 

A ver que nos dice el sábado la montaña. A ver que mensaje nos brinda el oráculo de piedra. A ver qué inventamos, Simón del alma. A ver si somos capaces de sembrarlo en el destino.

 

Y esta vez es también por vos, y con vos a nuestro lado, porque esta vez vamos juntos, querido Haroldo.

 

Pablo Cingolani

Laderas de Aruntaya, 1 de julio de 2021

Imagen: Haroldo Conti

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