Voy a las quebradas porque allí no va nadie. Son sitios desolados y peligrosos. Los campesinos me dicen: no hay salida, no van a ninguna parte, ¿para qué vas a ir? A ver nomás, les contesto, y ellos siguen su marcha.
Ricardo, hombrón y devoto fidelísimo de Tata Santiago de Bombori, andando juntos por otros rumbos, siempre cantaba un huayno cuya letra le pertenecía. Decía algo así: por las quebradas iré, amor mío/ por las quebradas iré/ y no moriré/ y no moriré, amor mío. Lo charangueaba cuando se podía. Era su mantra preventivo, su manera de conjurar los riesgos.
Las quebradas son misteriosas oquedades del planeta. Uno puede creerlas inertes, estáticas, dormidas: siempre están vivas, siempre están respirando, en cualquier momento -como los volcanes- se activan, se rebelan, explotan.
A mí me complace recorrerlas porque te vas metiendo en un ámbito cerrado, cada vez más estrecho, encapsulado, cada vez más indómito, salvaje: la geología se exhibe sin pudor, la piel de la tierra se descarna y estalla su belleza en infinidad de formas, texturas y colores. Son lugares irreales cargados de una realidad abrumadora: cuando movilizan su fuerza colosal, son capaces de derrumbarlo todo, de arrasarlo todo, de llevarse por delante el mundo de más abajo, amputando vidas, sueños y haciendas.
Eso, antes, no sucedía. Los habitantes originarios de estas montañas, los Andes, sabían del poderoso impulso de las quebradas y utilizaban los huaycos -los desplazamientos tumultuosos de lodo y piedra que se suceden estacionalmente- en beneficio de sus vidas. El barro mineral fertilizaba sus campos y nadie moría porque a ninguno se lo ocurría construir sus casas en el cono de deyección de los cerros. La vida se afirmaba en una comprensión del espacio, de la geografía, de la naturaleza y su fuerza implacable. Muchos, la mayoría, han olvidado esos saberes, esos secretos del cosmos.
Cuando voy a las quebradas siento esas verdades antiguas latiendo entre las grietas, mirando el cielo por sus agujeros labrados a puro viento, cincelados por la lluvia, caminando por la playa del río, escuchando a las piedras.
Vas andando y te vas ensimismando con la travesía. No hay viento, todo entra en suspensión. Al principio, sintonizas con los pájaros. Su canción, ya lo sabes, es siempre sublime, exquisita, perfecta: es la vida que vuela y así, volando sobre los desamores y las miserias, se expresa. Tú la recibes, recibes su canto y agradeces que exista. Luego, mientras tu derrotero se angosta y los cerros empiezan a amenazarte con caerse encima tuyo, adviertes que ahora es el silencio el que te corteja y limpia tu alma. Te detienes, miras alrededor y no escuchas nada: es el vacío más acuciante que puede seducirte. Sabes, sientes, que si la soledad del ser tiene un espejo es ese silencio abrumador que encierran esos tajos terribles que las montañas te brindan para que aprendas eso, de una vez: la soledad del mundo puede ser infinita, y sepas qué hacer con ella. Entonces, es cuando prosigues tu ruta y empiezas a escucharlas: son las piedras que arrastras, son las piedras que te arrastran, te llevan, te conducen.
Hay las piedras que suenan secas, cuando te afirmas, cuando buscas conservar el equilibrio, y suenan como golpes, redobles de tambores, augurios de la guerra, pisadas de elefantes o dinosaurios o gigantes guanacos, el momento previo al estallido de dos asteroides en alguna galaxia lejana, el choque tectónico de África con la India o con América…
En mi mente, escucho Estallando desde el océano, ese temazo de Sumo incluido en Llegando los monos,[1] la banda tronando como una locomotora y la voz de Luca trayendo ecos desde la tundra, Pekín, Katmandú, Xanadú y el poema de Coleridge que, bien leído, es, a la vez, una descripción exacta de una quebrada andina.
Dicta el poeta en su inmortal Kubla Khan: “En Xanadú, Kubla Khan/ mandó que levantaran su cúpula señera:/ allí donde discurre Alfa, el río sagrado, / por cavernas que nunca ha sondeado el hombre, / hacia un mar que el sol no alcanza nunca”. Para que no quedan dudas, el bueno de Samuel agrega: “Era un lugar salvaje, tan sacro y hechizado…”.
Esas son las quebradas de los Andes, a las que el Riki les temía y yo lo consolaba diciendo que, si era cuestión de morir, no había lugar más bello ni mejor tumba que la que transitaban nuestros pies.
Hay piedras que cantan, cantan como las sirenas cantan. Es una prueba de que el ajayu -el alma- de las quebradas es femenino, es mujer. Introducirse en las quebradas es un viaje al origen, a la matriz, al reencuentro del comienzo. De ahí que la melodiosa voz de las piedras te brinde canciones de cuna, tan cautivantes como los cantos de las damas pez.
Sin embargo, hay una diferencia: cuando cantan las piedras de los Andes, canta la tierra, canta la pacha, canta el destino que nos anhelamos, cantan las honduras insondables de ese destino, por eso cuando sales de la quebrada y vuelves a ver el horizonte, sientes que algo, algo simple como también profundo, ha pasado dentro tuyo, algo que sólo puede entenderse si vives ese trance. Y, sobre todo, si lo honras y lo celebras.
Los mineros de socavón saben de esto: por eso, allá abajo, adoran al Tío, al diablo, y acá arriba, bailan disfrazados como tales, pero en honor a una Virgen, a la Diosa Madre Universal. A esos tipos duros y rudos, los he visto llorar, moqueando como niños, cuando ingresan a la iglesia en carnaval allá en Oruro. Esa devoción de quien sabe que el peligro camina con ellos, alzado en la espalda, es algo conmovedor: uno llora con ellos, ellos también saben escuchar el canto de sus piedras, de otras piedras.
Hay piedras impregnadas de memorias: son las que suenan como campanas, suenan a metal, suenan como suena el silencio en los Andes: puro mineral en danza perpetua. Esos sonidos te van raspando el alma de todas las dudas, de todas las penas.
Por momentos, los escuchas como cadenas (¿las cadenas de los mitayos?), la playa se colma de ausencias, fraguas desechas, fantasmas, la soledad del mundo se ensancha y te acecha, nada se escapa al dolor, nada puede escaparse, lágrimas sobre la arena, te roe el blues, contrapunteas.
Más luego, una piedra se suma a otra piedra y son miles de piedras las que te resguardan de ahogarte en los recuerdos tristes, el marasmo de la existencia, y suenan, suenan las piedras como cascabeles, cencerros, estrellas que brillan: tu cuerpo se alarga, muelle que se estira hacia un mar fervoroso, lleno de esperanza.
Sólo así, sales salvo de las quebradas. Las piedras son la luz, luz de faro, que te absuelven, te redimen, te guían. Susurran, sólo para ti: no te olvides. No te pierdas. No te rindas.
Pablo Cingolani
Laderas de Aruntaya, 17 de septiembre de 2021
[1] Para que los melómanos se eviten una crucifixión, tomé prestado eso del “choque de África” de otro tema de Sumo, No sé lo quiero (lo quiero ya) que está incluido en el LP After Chabón.
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