Sol y hielo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Día de sol. Ni eso mata el hielo, costras profundas de veinte centímetros hasta la próxima nevada, con miércoles, jueves y viernes de veinte a veinticinco bajo cero.

En la terraza, con un vecino que escribe para la radio pública. Conversamos de Rusia. Le regalo una botella de tinto; me regala un libro de William Gibson. Pregunta si un día retornaré a “mi” tierra. Pronto, auguro, pronto noches de café y parrales con acuarela kulli. Misterioso juego del sapo, acorde con el misterio femenino. El tiempo ha barrido con mucho, con las tardes de sapo y rayuela pasado el segundo puente de la América, rural entonces, con la casa del compadre Hilarión escondida por un inmenso cañaveral. “Las cañas crían serpientes”, decían, y apenas cortábamos los brotes externos de la caña hueca para hacer silbatos.

Canal de la Angostura. Odisea de polvo entonces con la bicicleta, siguiendo la huella del agua turbia hasta más allá de Cuatro Esquinas. La memoria un boceto, borrones en sepia y carbón. Cuenta el hombre de sus ancestros: albaneses y arameos por madre; daneses paternos. Soy aceite y vinagre, dice, con el padre muerto a cuatro semanas de concebirlo. Nacido el año de la peste, el 18, tenía treinta y tres al perecer, rechazado por el ejército en la guerra mundial a la que se alistó de voluntario y salió con un descargo que le anunciaba fiebre reumática.

Hablamos de dracmas y el mar Adriático, de Kosovo y el enemigo serbio, de cuando el rey Petar I se refugió de los austrohúngaros en las montañas de Albania donde los cazaban como a conejos. Maurizio llama por teléfono, nombra a Kadaré, a Homero. También a Troya partirían de aquí, como de la mayoría de las costas antiguas; hasta aseguran que Aquiles zarpó de los rápidos del Dnieper, glorioso y violento rey de los mirmidones.

Extraño conversar del pacay y del maguey mientras las referencias van de los chetniks a los ustachas. De las nieves que congelan a las vainas verde oscuro que guardan en el útero frutos de algodón blanco y pepa negrísima, resbalosa, para mantenerla entre el pulgar y el índice y hacerla volar a quien más lejos.

Ciudadanos del mundo, somos; “semos” dicen los chicanos del lado del Bravo. Semos hombres, carnal. Semos, semos…

Hojeo a William Gibson, no lo conocía. Maestro de la ciencia-ficción cuenta el vecino mientras se balancea con el pie en el sillón rosa quemado por los años. Aparece otro inquilino, hosco y fiero, parece jabalí. Dice que va a lavar la ropa y desaparece. Me despido, debo contestar cartas. Pongo un disco de virtuosos del musette, 1944-1954, y comienzo: querida Irina, hace sol pero permanece el hielo. Espero que estés bien, acá me amodorro e intento terminar la misiva sin caer dormido. Divago, mi mente es un acordeón que se expande, luego respira. A ratos semejo un pez arrebatado del agua, boqueo, mis branquias se abren y cierran con desesperación, y pienso, durante la asfixia, que mis ojos no tienen párpados y me condenan a morir mirando. Perdón, querida, divago, será el acordeón, el peine antiguo de carey, caparazón de tortuga, que hace de mis cabellos líneas, surcos, cultivos de matas grises, largas, regulares, zigzagueantes como campos de lavanda cubiertos de escarcha.

30/01/2022
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Publicado originalmente en blog del autor, LE COQ EN FER.

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