Maurizio Bagatin
“El escritor auténtico osa hacer aquello que contraviene las leyes fundamentales de la sociedad activa. La literatura compromete los principios de una regularidad, de una prudencia esenciales. El escritor sabe que es culpable” -George Bataille-
¿Por qué prólogo y no promythos? ¿No es antes de la palabra, el étimo que la define? ¿Y acaso mythos no está más relacionado a la narración, al relato, al cuento, a la ficción? Logos y mythos significan, ambos, palabra y, mientras el primero fue delineándose como palabra ordenada, palabra de la ciencia, del intelecto, del razonamiento, de la metafísica, el segundo se identificó con el cuento, la fábula, la palabra originaria de los ritos, de los misterios, de la poesía…
El mythos está en El señor don Rómulo como existencia del epos y como preservación del logos, mythos, epos y logos son el amor por la palabra. Mythos, epos y logos son el dominio intemporal de la escritura. Porque escribimos cuando ya no podemos dialogar; escribimos cuando hay ausencia de un destinatario; escribimos cuando no hay diálogo. Los libros que se escriben, y los que leemos, nos explican cosas, ya que escribir y leer nos enseñan cómo vivir. La escritura devuelve algo al inmenso placer de la lectura. Somos los críticos de nosotros mismos y también nuestros propios legisladores: todo esto durará hasta la muerte y se dispersará con nuestro ego… se escribe, y se lee, por necesidad de afecto, y nuestro amor por los demás es la escritura. De este laberinto nos alejamos solamente desaficionados, por lo tanto, vale la pena vivir en él. Se hace literatura cuando el extrañamiento llega al límite de la incomprensibilidad, y es ahí que el arte tiene mayores posibilidades de realizarse, sobre todo en un tiempo como el nuestro. Así la obra de Claudio se identifica con la realidad descrita por Claudio, pero inversamente, la realidad no es la obra de Claudio, ya que queda una brecha incolmable entre el mundo y nuestra capacidad para describir el mundo. El lenguaje es una deformación inevitable de lo real, un espejo necesariamente alterado. Engendrar una obra significa experiencia, mucha experiencia y miles de palabras absorbidas, roídas hasta el núcleo y luego obras leídas, y aún más, vidas observadas y vidas vividas. Escribir un epos, en la ausencia del terruño, es tener el coraje de enfrentarse con toda la complejidad de la Historia. El señor don Rómulo es para Claudio la epopeya necesaria, la que desafía las raíces primordiales, los orígenes inciertos, el mestizaje ambiguo y la inevitable choledad; es someterse a más preguntas, en lugar de ofrecer unas respuestas; ésta también es literatura. El señor don Rómulo está donde el pasado es un presente momificado, donde el señor don Rómulo es el último patriarca, con su gen dado por las cicatrices de la Historia, por las funambulescas aventuras del hombre: un viaje de Capitán Fracaso, un Aureliano que funde pececitos de oro, el inmenso Don Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina o el incorruptible príncipe Nikolái Andréievich. En un hipotético diccionario romancesco, el Señor Don Rómulo reconocería que la hipocresía es parte de la educación y que es mejor manejar el burro que burrear; entre melancolía y nostalgia admitiría que los hombres son inferiores a sus ideas: obnubilados, imperfectos y simples, por eso, y por todo lo demás, vale la pena la aventura. La del hombre.
En Claudio Ferrufino-Coqueugniot la poesía es prosa y la prosa es poesía, todo eso cuando sentimos el calor que el sol regala a los ladrillos de adobe, cuando admiramos el color de los higos maduros o el tamaño del durazno partido, otra vez cuando nos maravillamos del diseñado culo de una imilla de Arani o de la carnosa silueta de una chota de Punata, siempre cuando nos aturde la tristeza que podemos encontrar, sin buscarla, en los ojos sin fondo del assum preto…
Así nos inebria la novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, de poesía y de prosa fuertes y violentas, fuerzas de la naturaleza y violencias del hombre, como es violenta la historia de Bolivia, “Los pueblos felices no tienen historia. La historia es la ciencia de la infelicidad de los hombres”, así Raymond Queneau parece introducirnos al epos de toda la violencia de la historia boliviana, de todo lo que muchísima sangre y mucho esperma han moldeado en castas señoriales, hipócritas y fariseas, en una burguesía que vendería hasta su madre; y en pueblos, indios, esclavos y campesinos sumisos y sin vergüenza al mismo tiempo: desde siempre Urinsaya y Anansaya.
En Claudio, como sostuvo Gadamer, todo lo que es literatura adquiere una simultaneidad propia con todo otro presente; él y Rómulo viven una yuxtaposición literaria, paralelos caminos de una saga familiar que lucha entre la mimesis y la obra de arte: Epopeya en la cual parece ser Mnemosine en llevar la narración. Mnemosine, protectora de la memoria y madre de las musas, acompaña la historia de un país, de un periodo histórico, las gestas de una familia. La lectura de El señor don Rómulo nos conduce a la esencia prometeica de un país que llegó siempre tarde a las citas con la Historia, a través de una novela que es la síntesis de la historia boliviana.
“Mi horizonte y el horizonte de la obra se fusionan y de ahí nace la comprensión, en la escritura hay siempre un potencial de significado ideal, en la lectura está la demanda de verdad. Ad infinitum… quizás, el viaje haya sido largo, como todo viaje verdadero, una fuga de la miseria, de uno de los miles dominios del hombre sobre el hombre, Borbones o papado, una dictadura o una diáspora, un no reencuentro con la Historia, con todos los nombres posibles…todo experimentado en sus propias pieles y luego encontrarse con las titánicas vidas en una tierra para titanes”.
Así, reconocemos que en la base está el mythos, la fábula, la necesidad de la poesía.
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Publicado originalmente en revista Inmediaciones y en blog Sugiero leer (19/4/2022)
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