El poderoso huayco de Huacallani


De tiempo, no veía un portento de semejante magnitud y de tanto poderío. Se alargaba por un kilómetro, más, a ojo caminado. La masa geológica estaba aún esponjosa, no había terminado de cuajar, latía. Observado de frente, no dudabas que la tierra aún insiste en formarse y puja, se tensiona y puja, sentías que la tierra está viva, latía. Por eso, te subiste a él con sumo respeto, con temor reverencial, no vaya a suceder que quiera agarrarte, que busque atraparte, que se le antoje comerte. Era un huayco temible.

Tan colosal era ese amasijo de lodos que asustaba recrear en tu mente cómo fue que semejante cantidad de materia se movió, fue arrastrada, deslizando miles, millones de toneladas de barro y piedra, como si nada, como si sólo la gravedad pudiese, como si fuera una serpiente gigante peleando por librarse del abrazo asfixiante de los cerros, mudos testigos del despliegue monumental de la mazamorra.


Debías verlo: latía, latía como si cien mil ballenas hubieran quedado atrapadas bajo ese manto/mortaja de piedras revueltas y revolcadas por esa fuerza infinita e imparable que tapizó la quebrada. Un sabor acre -a salitre- te inundaba la boca, lo respirabas y acentuaba el dramatismo de la escena: la devastación tiene también olor, un olor avasallante, y si tocabas la cosa, si rozabas su superficie con tus dedos, te llevabas adheridas milimétricas partículas de mineral, cuyo color ceniza pálido, volvía todo más lúgubre. Intuías la muerte, acechaba.

Imaginabas el temblor momentáneo, el derrumbe de las montañas, los crujidos de la tierra, los ruidos de parto, sus ecos. Imaginabas ese desproporcionado desplazamiento sin contención posible. Imaginabas que algún dios de los Andes se puso a jugar ebrio con esos montes un día de lluvia, un enero.

Entonces, la conmoción se apoderó de ti, la danza cósmica de los elementos se desató en tu interior y caminabas por encima del huayco como si estuvieras hollando un planeta desconocido, una isla insólita, una madeja de sensaciones desconcertantes.

Lo que fecunda y lo que mata estaba bajo tus pies. La vida y la muerte, tramadas, como debe ser. El viaje es el ritual, sigue andando, te repetías, rogando a la Diosa Madre de la Tierra para no caerte, no lastimarte, que no me trague, mamá, este tremendo huayco.

Hasta que llegaste al final del barrizal latiente y no pudiste si no sorprenderte más aún. Allí encontraste el rastro de lo que agita y detona que el mundo se mueva, se siga moviendo, y no se detenga y no puedan detenerlo y la incesante música[1] que engalana ese magno movimiento telúrico.


Allí te hallaste frente a la evidencia de que sí, es verdad, la gota horada la roca y muchas gotas juntas mueven montañas: es la fe natural, simple y honda, esa que dicta que la naturaleza, implacable, no perdona nunca pero el clamor de su potencia redime y su belleza irredenta cicatriza cualquier dolor que pueda causarte.


Y así era: un hilo de agua, una pequeña y venerable corriente nacida de alguna vertiente serrana, marcaba un límite: el huayco se había derramado desde el sur -donde la cordillera se intuye, pero no se ve, pero está ahí, lo sabes, porque se estará por siempre- pero, delante de ti, hacia el oeste, no había nada de ese caos transitado, sino quietud, sosiego, la quebrada arriba, latía también, pero lo hacía con esa calma dichosa que mora en los lugares desolados, ocultos, mansos: dejaste tus huellas en la arena inmaculada. Algún molle velará por ellas. Hasta el próximo verano, hasta el próximo huayco, ¡huayco tumayco![2]



Pablo Cingolani
Antaqawa, 3 de agosto de 2022

__________

Fotos: 1. De frente. 2. Una vista del interior 3. Final 4. El agua

[1] Ver video adjunto

[2] Juego de palabras. Tumayco, en aymara, se traduce como andariego, vagabundo. Huacallani es una quebrada de la pre-cordillera de los Andes que sirve de límite a dos municipios, el de La Paz y el de Mecapaca, al menos en la cartografía. En los hechos, sus aguas se vierten en el río La Paz, el nombre que toma el Choqueyapu, la corriente que atraviesa la ciudad de La Paz y que nace en las laderas del nevado Huayna Potosí. Desde aquella confluencia, las aguas siguen un sinuoso recorrido, atravesando América del Sur y la selva más vasta del planeta, y empiezan a desparramarse por el océano a donde pueden navegar hasta, acaso, algún arrecife de la costa de Groenlandia.

Publicar un comentario

0 Comentarios