Viaje al corazón de la quebrada de los helechos


Fue tan inquietante el hallazgo de un helechal en las alturas pre cordilleranas que rodean a la ciudad de La Paz que decidí volver a verlo y recorrerlo para sentir si el hechizo persistía. No sólo siguió presente, sino que arreció su impronta y su latir: el helechal ya conquistó su sitio dentro de mis espacios amados o los “lugares verdaderos”, al decir de un antiguo navegante, esos que no figuran en los mapas, esos que, simplemente, se están y sólo es cuestión de encontrarlos y volverlos propios.


Es tan inusual su presencia que intriga. Está ubicado a una altura de +/- 3800 metros por lo cual sólo la configuración estrechísima de la quebrada es la que hace posible este prodigio vegetal en medio de un clima y una geografía tan hostil. De hecho, la maravilla te recuerda al bosque nublado y su mismo misterioso encanto.


Es palpable su condición de santuario -uno, natural, es obvio- pero, sin dudas, allí también se siente la omnipresencia de la Diosa, la Madre y Guardiana de la Poesía: mientras lo caminas vas nutriéndote de su inspiración avasallante y redentora, es imposible sustraerse a un ámbito tan mágico y elocuente.


No hay manera de escaparse de su influjo: la poética te sacude a cada paso y penetra todos tus poros, te reclama y vos te rindes a su majestad, a su don, a su virtud bienhechora.


Alguien, allá por finales del siglo XVIII, alguien, un visionario de la sensibilidad,[1] dijo que fue la flora la que lo convirtió en poeta y, ¿sabés qué?, es la pura verdad: la belleza de la vegetación es tan grata al corazón que no hay manera de renunciar a ella, te despoja de todo lo vano y te libera de aquello que impide que la conviertas en tu voz.


Nosotros, los humanos, está claro que poseemos tres dimensiones plásticas que nos habitan: la animal -la fuerza-, la mineral -la sabiduría-, y la vegetal que es la vertiente que expresa mejor nuestra emotividad.


Somos mamíferos y carnívoros con espíritu de piedra y corazón verde.


Somos caminantes deslumbrados por la imponencia de las montañas y por la fragilidad de los líquenes.


Somos peregrinos perpetuos en medio de una naturaleza indómita -que se ríe de nuestras estúpidas pretensiones de dominio- y de un cosmos incesantemente cambiante que nos alienta a seguir por el sendero correcto y que con su luz de amparos nos guía.


A eso, si quieres, llámalo condición humana. Y si quieres también, llámalo destino. El destino, se sabe, va amarrado a una verdad y se nutre y se prodiga en la fe.


Nunca estás solo. Hay un helechal que está allí y que te espera. Siempre.


Pablo Cingolani

Antaqawa, 17 de agosto de 2022

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[1] José Celestino Mutis






Esta última foto corresponde a la salida de la quebrada y, como alguien diría: de los laberintos, siempre se sale por arriba.

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