“Sou um homem comum/ Qualquer um
Enganando entre a dor e o prazer/ Hei de viver e morrer/ Como um homem comum/ Mas o meu coração de poeta/ Projeta-me em tal solidão/ Que às vezes assisto/ A guerras e festas imensas/ Sei voar e tenho as fibras tensas/ E sou um”
Caetano Veloso: Peter Gast
Solsticio de verano, Illapacha lo llaman los aymaras. Si hay vida, habrá muerte. Si hay amor, hay dolor. Pero si hay lluvia, como hoy en la mañana en las montañas sagradas de los Andes, siempre habrá la manera de fortalecer el ajayu, de ensancharlo, porque el agua que viene de arriba, de los dioses, su líquida manifestación, su presencia que fluye, siempre fluye, siempre limpiará la realidad abrumante y te dará la posibilidad de resetear el mambo, de licuar las penas, de volver a mirar de frente a los fantasmas/monstruos de “la razón que te devora” (La Renga dixit) y con más verdad, la lluvia, que nunca.
Que llueva, que llueva, la tristeza está en la cueva, que se empoce el dolor, que se atore, que no crezca
Que llueva, que llueva, la maldad está en las grietas, que se ahogue en su propio espanto, que no latigue, que no amanezca
La lluvia, lluvia fría de montaña áspera -una redundancia-, nos bendijo toda la travesía -el camino también es áspero, desolador casi siempre, cruel a ratos, pero, ¿quién dijo que no debería ser así en esta realidad desangelada y absurda? Sólo si vuelves al camino, ofrenda, sólo si tus pasos, peregrinan y agradecen cada movimiento, sólo, si es que llueve, te dejas llevar por la lluvia, y su bendición, es que desmientes todo el horror, todo el dolor, toda la tristeza.
Caminar es vivir, es estar vivo. Lo demás son momentos, flashes, dejavús de algo que te emociona, pero no te incita más allá de esa circunstancia que pudo ser feliz, vitalista, pero que no compone ese cuadro general de insurrección de las almas que vos siempre esperas, que vos siempre sueñas: la realidad es un palo en la nuca y la lluvia detesta esos golpes, esas artimañas de lo real, de la realidad-real, de esos no lugares del presente, y vuelve tus pasos una ceremonia y a la travesía, un altar.
Son dioses verdaderos a los que honras. Son esos dioses ausentes, olvidados, pero que sólo ellos son los que, si abres tu corazón, te nutren, te fortalecen, te permiten vivir lejos de los desasosiegos y de las angustias. Ellos, siempre se están, no caducan, no rigen cada cuatro, cinco, años: son eternos como sólo los dioses pueden ser eternos porque nada puede desmentirlos -sólo lo sientes- y porque su majestad está más allá de toda la basura circundante, de todo el caos que fraguan, de toda la estupidez y toda cobardía. Por eso, son dioses. Por eso, la lluvia como bendición.
Entonces, salimos de la montaña, y en la calle más calle donde vivo -donde está el Iván con su tienda y sus bocetos de arte-, deja de llover y sale el sol, la bendición del sol, Tata Inti le llaman los andinos, el sol benefactor, el sol omnipresente, el divino sol de estas montañas. Y quema, así nomás aparece, y te seca lo mojado que estás, y se lo agradeces tanto como le habías agradecido a la lluvia su mojadura y su limpia.
Entonces, bim bum bam, primero la lluvia, después el sol y las montañas debajo, que siempre se están: dime, dime mi amor, si no es un plan perfecto, incuestionable. Viene la lluvia y te moja, viene el sol, y te seca. Y vos, feliz, de que eso suceda.
Es perfecto porque es un plan de eso que está más allá de nuestra comprensión -sólo se siente- porque es el plan de los dioses, es el plan práctico, sensible y místico que los señores dioses y las señoras diosas nos ofrecen en esta modernidad agobiante que carece de cualquier sentimiento y que nadie te diga lo contrario porque es infinitamente así: lo que la modernidad inviable cocina es sólo odio y más odio , violencia y más violencia, y lo que la lluvia y el sol proveen es sólo amor, infinito amor, y está ahí para que, simplemente, lo tomes y lo vuelvas tuyo. El abrazo de los dioses está siempre pendiente: ellos tienen todo el tiempo que desees para dártelo. Entonces, ya no dudes más: lánzate a recibir ese abrazo.
La bendición de la lluvia, la bendición del sol: nuestras guerras, nuestras fiestas.
San Martín, Simón Bolívar, Felipe Varela -que cruzaba, con sus exilios a cuestas, la cordillera a cada rato-, sabían de esto. Los pueblos saben, obviamente. Es más: si no lo hubieran sentido, ya sabés lo que no hubiera pasado.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 21 de diciembre de 2022
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