Palabras para Vicente


Pero tú siempre acuérdate

De lo que un día yo escribí

Pensando en ti, pensando en ti

Como ahora pienso. . .

Liliana Herrero: Palabras para Julia



Uno podía sentir que las montañas eran lo imprescindible. Su majestad desoladora de cualquier ausencia. La imponencia que se elevaba bajo tus pies, a cada paso. La grandeza y su audacia vuelta piedra, desmesura, arraigo, redención


Uno también intuía que la travesía era imprescindible. Andar sin querer llegar nunca o sí, dejarse llevar por tus huellas hacia algún lado -a uno, allá lejos, donde los puños se alzaban, el orden se agrietaba y, al fin, se desmoronaría en medio de un alud incontenible de voces y de banderas. Y que cada campamento era estar más cerca, más cerca de eso que latía tan fuerte que sólo podía ser el clamor de un pueblo. Y los tuyos, los amados, esperándote, que volvieras, que no murieras


Llegar con alborozo a la mina de Sunchulli y sus míticas vetas áureas en medio de la nevada incesante -y el “come callado” de la casera -se llamaba Marcela- que te brindó lo que más deseabas: un plato de hirviente sopa de cordero, servido entre hurras, debajo de su carpa de nailones que el viento azotaba[1]


Atravesar las apachetas del sagrado Akamani y más nieve, tanta nieve, demasiada nieve alrededor y convencerte que hay momentos en la vida que verdaderamente no se repiten y que vivirlos es la mejor recompensa que puedes recibir


El rumor del río de Camata cascabeleando con las conversaciones atizadas junto al fogón y esa ebriedad que promueve el compañerismo y el objetivo alcanzado, la resolución exitosa, esa pequeña gran victoria con olor a pasto, a agasajo del cuerpo, a mañana que importa el hachazo de la resaca si aquí estamos, ya está hecho, lo logramos


Todo eso, toda esa luz evocada, podías creer que era lo imprescindible


Y no


Todo era portentoso: la cordillera infinita, los conos de deyección imposibles, el agua minúscula que brotaba aquí y allá, la tierra helada


Todo era potente: el frío, el frío tenaz e indomable, los seres que habitaban esos páramos, cuarzo cósmico, resplandores de ágata


Todo era mágico: la celebración de la nieve, el descenso imparable, la geometría implacable, la pasión desatada


Las cicatrices de antiguas batallas que los dioses libraron, las marcas que dejó Tunupa cargando su cruz de chonta, todo era altar, a cada paso


Y, aun así, más allá de tanto prodigio, lo imprescindible no fue eso: el imprescindible fuiste tú, Vicente


Vicente, el llamero; Vicente, el fronterizo[2] que en Pelechuco nos dijo vamos cuando en el pueblo ni soga quedaba para ahorcarse tras cuatro semanas de bloqueos; Vicente y su tragedia, su estarse solo: su hermano mayor Juan Carlos, migrante al sur, ya llevaba un par de años enterrado en Buenos Aires y el dolor que se empeña y bravo trepa, pero baja la cuesta y se aquieta y se amansa compartiendo un puñado de hojas de coca, un cigarrillo, un trago, ese ardor que quema y libera el alma


Tú, Vicente, hiciste posible la culminación gozosa de ese fervor andariego, tú y tu templanza, tú y tu entusiasmo, tú y tu decisión de acompañarnos, de andar con nosotros hasta el final, hasta que las velas ardieron, hasta que la cordillera y su mística quedaron atrás, sólo se trató de deslizarnos por esa alfombra verde que tapizó nuestros pasos hasta la playa del río de Camata, misión cumplida, vamos che, ya está hecho


Poeta de la arriería, el Vicente, espíritu caravanero, corazón valiente: ¿cuántos habrá que se obstinen? ¿quiénes resistirán cómo espejos? ¿cómo sobreviviremos?


En Lagunillas, donde los guardaparques, armamos el campamento del adiós, de los abrazos, de los cuídate hermanito, ya nos volveremos a encontrar porque el camino es uno solo y siempre enseña que más allá de todos los olvidos, está siempre la verdad


Esa noche, la farra se encendió con las voces de Alex Lora, de Spinetta, de Fito, de la Liliana y de la Fabiana, de Neil Young, de Ney Mattogrosso: sentí tu sensibilidad sísmica por esas músicas y, por eso, en tributo, te regalé la grabadora a pilas y los casetes que encerraban el hechizo, pero esta historia ya la conté[3]. Después, te fuiste con tus llamas…


¿Dónde andarás ahora, Vicente? ¿Seguirás en las montañas? ¿Vivirás del otro lado, en el Puno ensangrentado? Ahora que te pienso, te añoro y te canto, sé dónde estás, echaré estas palabras al vuelo, tal vez te encuentren por ahí, ensoñadas, algún día.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 17 de enero de 2023

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[1] “Frente a la tienda del Zenón -una carpa donde vendían alcohol y cerveza en lata y alguna cosa más- , en otra carpa está la cocina de doña Marcela. Va el Negro y pregunta:

¿Qué hay de comer mamitay?

–“Comecallado” Es la sentencia de la señora. El Negro -simpático es- no se rinde:

– ¿Y qué tendrá de rico tu “comecallado”?

La única cocinera de la mina se afloja y concede:

–Arroz, papa kati y carnecita…

–Gracias, mamita, seis platos que sean por favor, ¡a comer, muchachos! –La sonrisa del Negro certifica que hoy no vamos a comer sardina atomatada como venimos comiendo (casi) todos los días”

De mi bitácora, día 22, Sunchulli, 2 de octubre de 2003.

[2] Su familia era de origen puneño. Su apellido era Sucasaire, muy difundido en la Sierra Sur del Perú y también en ese municipio limítrofe de Bolivia. En realidad, en ese sector cordillerano, los Andes son uno solo y los pueblos van y vienen, como debe ser.

[3] Ver https://www.bolpress.com/2017/01/17/hey-hey-my-my-una-historia/ 

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