Pablo Cerezal
Hay días en que la vida suicida a un nómada mientras muchos transeúntes de la irrealidad se toman fotos en lugares exóticos o inhóspitos que la realidad nunca les quiso regalar. Cosas del veraneo y el me voy de viaje con o sin doble sueldo. Sí, en este terruño todavía hay merecedores de pagas extra, que bien reciben, con mandíbula desatada en soflamas de agradecimiento al dueño. Cosas de hidalgos y siervos, así estamos. Y por eso decidimos colonizar la costa y aquietar con nuestra temperatura de orines el baño plácido de las medusas y los delfines.
Llega agosto y cierra España, como tras Santiago. Aunque hasta Santiago también se acercan hordas de penitentes del jolgorio de postal. Ese que se hace pasar, al regreso, por musculado, beato, dolorido y espartano. Y así nos va. Y así nos luce el pelo (no hablo por mí, ahora, que luces pocas si refiero a mi cabello).
Afuera, en la vida real, personas que no debieran, mueren. Afuera, en la vida real, quien más merece un fragor de humedad para no morir otro poco, languidece de centígrados y no hay termostato que los aquiete. Afuera, en la vida real, las copas también están llenas, pero de minutos perdidos que crujen más que la espuma de cerveza. Afuera, en las costas del destino, todo es un deambular desorientado y una lágrima al filo de los noticiarios que aún nos transmiten, en prime time, el baño orondo del oficinista a saldo al que los hijos increpan, más sabedores de la vergüenza que habrán de soportar cuando el otoño les regrese al colegio y sus compañeros de clase les regresen al rubor de haber visto bailar lorzas orgullosas, a orillas del Mediterráneo, a su propio padre. Pero él, al fin, salió en el noticiario. Cosas de la caló. O cosas de Warhol. Los niños se preguntarán por el sentido de la vida o caerán en el abismo pensando que el universo se expande.
Hay días de verano en que el invierno muerde con dentadura más feroz que la que se le presupone a todo infierno. Días de perder las noticias porque pierde el que, de verdad, con barbada ferocidad, te las quiso estar, durante años, contando. Días en que descubres que hasta el Death Valley estadounidense, el lugar más caluroso del planeta, se llegan hordas de turistas para fotografiarse junto a un termómetro que muestra el declive de todas las civilizaciones. No miento, lo leí en la prensa. Y no era bulo, me he permitido ese sano ejercicio de constatar lo que leo cuando pretendo informarme. Me enseñaron otros que hoy ya no, esos que se van y duelen.
Sí, leído y constatado. Los habitantes del citado valle de la muerte languidecían de ídem por el calor, hasta hace poco. Ahora la temperatura no importa. Aquel lugar ha entrado en las rutas de los touroperadores, y aunque Belcebú continúa celebrando allí sus bacanales, los lugareños ya tienen dinero a espuertas y pueden adquirir prodigiosas máquinas que les acondicionan el aire. Miles de turistas dispuestos a sufrir temperaturas que superan los 56º sólo para instagramearse y sentirse inmortales. Mientras, otros mueren, y no pueden contarlo como sabrían: mejor que nadie. Otros que han recorrido batallas y han salvado el pellejo para despellejarnos el sentir de las víctimas que nunca soñaron disfrutar de estos períodos vacacionales, víctimas de la vida cuando se pone seria y nos recuerda que somos mortales.
Pero no hay batalla alguna, a día de hoy, más allá de la foto que fotografía tu cara de foto fotografiada en el instante en que te juegas la vida para salir en la foto y sentirte fotografiable. Disculpen, el teclado ha estado bebiendo, y para mí 30º en solitario son más calor que el del ciclista que ha dejado atrás al pelotón y se acerca a meta henchido de Euritox. Y sí, me sé mortal. Por eso sólo ansío un baño de calor inmortal y una instantánea que incendie todo de pasto crecido hasta límites inconfesables. Y soñar con una tierra sin calor de averno. Y con la aniquilación de todo aquel que lo jalea ignorando lo real sólo por salir bien en la foto y regodearse en la oficina de sus vacaciones pagadas con broma mortal durante todo el invierno. Y de paso, por qué no, que sigan viviendo quienes aún estén dispuestos a contármelo. Y de paso, por qué no, que me regales otro baile de fuego y que nos mordamos rodajas de carne y rabia de sabernos tan mortales. Y hacerlo eterno aun a costa del fragor de los relojes.
Porque, al fin, aunque tantos lo nieguen, somos mortales y la temperatura es importante.
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Publicado originalmente en el blog del autor, postales desde el Hafa, 3/8/2023
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