El cálido saludo pueblerino


Márcia Batista Ramos
“Un saludo y un adiós
en una sola mirada.” 
Wislawa Szymborska

Yo que tuve la suerte de viajar por varios lugares del mundo, que salí desde mi tierra riograndense y fui hasta el Medio Oriente, donde las formaciones rocosas conocidas como sombreros de hadas sirven de morada para los hombres desde tiempos remotos y tengo la certeza de que no me seducen los edificios, las grandes urbes, las aglomeraciones humanas. Me gustan esos pueblos acabados que, tristemente, se van derruyendo. Donde las puertas cerradas con candado, siguen paradas, esperando la llave que vuelva a abrirlas, mientras el techo ya se derrumbó con la última lluvia. Los muros de adobe protegen patios con higueras centenarias que se doblan, como quien hace una reverencia a la madre tierra. En esos pueblos, se avistan palomares silenciosos que sobresalen a los tejados. Y el único ruido que se escucha es del viento, que de cuando en cuando cruza la calle y sacude un viejo cartel de lata descolorado, donde, con dificultad, se lee: “Botica”.

Desde la primera vez que fui a la Baviera me encantó el saludo “Grüß Gott” (“saludos (de) Dios”). Empero, fue en uno de esos pueblos silenciosos de Bolivia, donde las ventanas abandonadas parecían estar con sus ojos cerrados, sin las jovenzuelas que se inclinaban para ver, si en el mundo exterior, pasaban sus sueños. Estuve caminando despacio, para no despertar al medio día, cuando avisté a una abuela desamparada, con su pollera desteñida, la piel arrugada, sentada en una silla frente a su puerta, mirando pasar las novedades de su pueblo abandonado. En aquél día, yo era la novedad que caminaba con botas y me acerqué sonriente; y ella empezó a sonreírme mostrando la amplia sonrisa desdentada que contrastaba con sus pequeños ojos verdes (herencia extranjera) las trenzas cortas por el poco cabello ya blanquito. Mientras me acercaba la escudriñaba y veía su cuerpo frágil.

Pensaba en su orfandad: ¿Quiénes serían los nietos que la abandonaron para lucir sus ojos verdes en la gran ciudad? ¿Cuántas de sus nietas ya habrán quemado sus polleras, para olvidar sus orígenes?

A poca distancia yo rompí el silencio sepulcral y le dije: - “¡Buenos días!”

Entonces, escuché una vocecilla débil, de una mujer anciana desamparada, que casi perdió la costumbre de hablar por tanta soledad, que me contestó de manera cálida e inolvidable: - “¡Buen día de Dios!” …

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