Maurizio Bagatin / Revista Literaria GAFE
Pasa por la mente una frase, a veces un verso de un poeta que intentaba, a través del uso de las palabras, recordar algo de nuestras vidas. Y el libro sigue ahí donde lo pusimos la última vez. Se arma un combate si no lo encontramos, como con la herramienta si no está bien acomodada en su lugar, y con los utensilios de cocina que deberían estar siempre colgados al lado de la despensa.
No hay un orden preciso en la biblioteca -aunque haya leído a Roberto Calasso– desordenadamente andan los libros en los estantes y en la memoria. Pero recuerdo el subrayado texto de Heródoto, la anécdota que está encerrada en la frase sobre Ciro, rey de los persas, la de las inmutables pasiones y ambiciones de los hombres que hacen la Historia. El libro sigue ahí, en el segundo estante, la frase a la página 151 es la eterna consigna de la historia: “en tiempo de paz son los hijos los que entierran a los padres, en tiempo de guerra son los padres los que entierran a los hijos”. Él, el padre de la Historia, nosotros, los hijos de la memoria. A página 110 de su País de nieve, Shimamura reconoce que “Después de todo, solo las mujeres saben amar verdaderamente”, Komako enrojece y baja su cabeza, sentimos esta sensación atravesar nuestra piel. En el lomo del libro un número, el título, el nombre del autor, abajo, en vertical, la casa editorial. Recordamos la confesión de Adriano, a pagina 32 en la traducción de Julio Cortázar del Opus Magnum de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano: “El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros”. Tremenda la memoria de Funes, y prodigiosas las memorias registradas en la Naturalis Historia de Plinio. Recordar, dioses que se enfrentan al olvido y seres humanos obnubilados.
Son libros a veces acompañados de un pequeño recorte colorado o no, de marcapáginas o marcalibro, de una flor seca, de una franja sutil de tela o de un insecto muerto, nuestros pasos recordados por la solapa de la portada del mismo libro, signos de unas etapas, de unas pausas mas o menos breves, del respiro necesario. Para no olvidar.
El libro está ahí, el lomo es su huella digital en la biblioteca, en la librería, en su estante. Lo vemos y recordamos la librería donde lo adquirimos, todo el acontecimiento, la fecha, quien nos los vendió y el sol de aquel día, algunas frases, el resumen que hicimos cuando habíamos terminado su lectura, más aún recordamos si no lo hemos aun leído y nos está esperando, con algunos la gana de volverlos a leer. Quizás, recordemos por qué le ofrecimos este lugar y no otro, pensaremos por un instante si este es su lugar ideal, el correcto, si se quedará ahí, definitivamente o no.
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Publicado originalmente en Revista Literaria GAFE, 21/01/2024
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