Campiña y asfalto


Dulzor de la tarde. La primavera ya tiene gana de explotar, hacerse sentir solamente entre los brazos abiertos al cruzar una calle ya asfaltada. Hoy vi las primeras manos depositar semillas de maíz en un surco; valentía de gente que sin alzar su cabeza reconoce la “tempestad del progreso” que ahoga las ultimas campiñas. Estoy escribiendo siempre de lo mismo: la nostalgia de un mundo que ayer fue, de las manos callosas que se mojan solo del sudor de las frentes. Ayer a todo esto le llamaba arqueología, un antropólogo me mira y me golpea la espalda, es una manera de consolarme y de hacerme entender que este proceso será irreversible. El aire de primavera es desde ayer que lo siento cruzar las horas de la tarde, cuando sentados bajo un frondoso y enérgico molle acullicamos con los italianos que vinieron solamente por una breve vacación. Hace algunos años que no “retorno” a mi tierra y lo que me cuentan es distópico y revolucionario, una contradicción o un oxímoron tal vez, pero también algo que la distancia me permite pensar como todo fue el sueño que nosotros no logramos vislumbrar. De repente me perece como si el Cristo que se detuvo en Éboli siga siempre presente, ahí en una tierra de nadie, y que al mismo tiempo se haya descompuesto, degradado, derretido como la nieve al sol.

Ocaso. El clima andino es severo, durante esta época en los valles, al mediodía estás quemándote y pasando a la sombra puede hasta sentir aun el invierno, pero cuando llega la hora del ocaso, con la misma violencia del efecto sol y sombra del mediodía, la temperatura va descendiendo, el contorno montañoso cambia bruscamente de color, el cielo va componiendo un aura nuevamente invernal. Los cronistas se equivocaron en muy pocos detalles cuando narraban de tierra cruel y fértil, de climas brutales y pacíficos, eran los caracteres de un mismo día vivido plenamente. El antropólogo desea leer a D’Orbigny y a Tadeo Haenke, hoy terminamos disfrutando de una cerveza fría en una calle que lleva el nombre del gran naturalista alemán. Le comento que sus testimonios, en lo más profundo, quedan insoslayables de la realidad, dejando el retrato de algo aun hoy visible al ojo del buen flâneur.

Hasta el fin de la noche. Tomamos calles empedradas, de greda y calles de solo polvo, esto es el afán del ser humano, transformar pesadillas en sueños, sueños en mas sueños, sin lograr en reconocer que “la realidad no tiene el botón off”. Ya conocí este perfil del desarrollo en un México profundo de hace treinta años atrás. Salimos y naufragamos en la “civilización al tramonto”, dirán que es un doble sentido malvado, una frase subliminal que nunca logrará corregir nuestra trayectoria. Es verdad, la literatura necesita de una ficción que desempolve a Julio Verne y a Mark Twain, hasta conducirnos a una literatura con el deslumbramiento de la verdad.

El olor de la mañana. Aquí la tierra tiene un color extraño, parece haberse nutrido bien pero solo hasta ayer. El avance de la modernidad ha transformado la relación del hombre con su territorio, le han añadido el embuste sintético, creyendo en el vil metal rápido, en una prosperidad que entonces pareció no ser ambigua como lo es hoy. Afanes que ya había vivido mi tierra después del hambre y la miseria de la posguerra. Y la llamaron revolución verde. Recuerdo el pensamiento de Shakespeare respecto a este concepto así tan abstracto, melifluo y traicionero. El ciclo es ritual, levantarse y oír el jilguero cantar, los primeros ruidos de alguien que ya se moviliza hacia la ciudad, perros que ladran a un dilúculo abstracto, a las primeras luces que invitan a un ultimo bostezo, al silencio de una noche que hasta ayer parecía eterna.

Maurizio Bagatin, julio 2024

Foto: Vivienda cerrada en Tuscapujllo, Sacaba

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