Pablo Mendieta Paz
En Estocolmo, la ciudad más grande de Escandinavia, la belleza está presente en todos sus rincones, y por momentos daría la impresión de que se trata no de una espléndida metrópoli sino de un profuso valle que se suspende en el aire por el brío de las flores blancas en forma de campana que perfuman las 14 islas interconectadas por 57 puentes, y que, en perfecta singularidad, armoniza toda una fascinante y milenaria historia vikinga con una reluciente modernidad (quizás como un añejo esplendor que se mide con uno nuevo). Si en lugar de abordar las usuales embarcaciones (ferrys), uno prefiere recorrer a pie Estocolmo, no es cosa del otro mundo –como si el alma fuese inmortal- codearse con los escritores August Strindberg y Astrid Lindgren, o ir en busca de las huellas de Greta Garbo, mientras a lo lejos se oyen los gritos y susurros de Ingmar Bergman y se divisa, en la calle Sveavägen, la silueta ensangrentada de Ölof Palme que cae bruscamente. Pero más allá, a no mucho andar, y abrigando ilusiones de una Estocolmo a cada instante, uno afina con las melodías pegadizas de ABBA, de Loreen y del sueco-boliviano Danny Saucedo. Al seguir el sendero de la música, como si aquella fuera de cristal y la que viene, de jaspe, cómo resuenan en los espléndidos jardines Sjöhistorika del Museo Marítimo, en pleno corazón de la apacible isla de Djurgärden, los supremos acordes de la espectacular obra Aire Ártico del compositor sueco Bo Nilsson, interpretada por la Kunliga Filharmonikerna (la Real Orquesta Filarmónica de Suecia), frente a un imponente marco humano. Entre tanta maravilla, que lo es todavía mucho más pues Estocolmo es inmensurable, uno se embriaga con la fragancia y los matices del agua, ese elemento omnipresente que se agita por los vientos frescos del mar Báltico, del lago Mälaren y del cambiante clima. Y entonces, en cadencia de flâneur sin apuros, curioso y libre, uno atraviesa Stortoget, el corazón antiguo de Estocolmo; Gamla Stan, el centro medieval de la ciudad; Skansen, el museo de viva historia; o se detiene frente al gran Palacio de Drottningholm y luego encamina sus pasos al imponente Museo Vasa. Algo más allá, uno sucumbirá al trepidante ritmo de Trädgården, una enorme discoteca al aire libre sobre la bohemia isla de Södermalm, donde luego de apreciar esa multitud que baila sobre el césped continuará su paseo para detenerse en el más típico recodo de la isla: la esquina de Brännkyrkagatan y Pustegränd (la Calle de la iglesia quemada y la Callejuela ventosa). Pero pronto se respira aire espeso y húmedo. Se ha llegado al silencio, al sepulcral silencio e intenso verde que definen múltiples generaciones en el Cementerio de Skogskyrkogärden… Llego más tarde, como colofón de mi itinerario, a la preciosa Universidad de Estocolmo donde estudió la hija, cuyo campus se encuentra en el Real Parque Nacional Urbano en la calle Frescativägen. Para mi sorpresa y complacencia, doy en su biblioteca con un libro de consulta muy apreciado en el alumnado de Letras: un poemario del boliviano Homero Carvalho Oliva. Al final del estupendo recorrido, uno se percata de que todo el tiempo en el piso -como impronta de Estolcolmo-, se tropieza con las formidables cubiertas de alcantarilla artísticamente trabajadas en metal y rodeadas de añosos adoquines. Sobre las tapas, se lee el vocablo emblemático de Estocolmo: Vatten (agua).
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