Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER
En las periódicas expediciones en busca de mis desaparecidas bibliotecas hallo pasos de infancia y juventud. Hoy fue El país de las pieles, de Julio Verne. El primer libro que me compré de muy chico. Fue cuando aprendía francés en la Alianza Francesa de la calle Santiváñez. Mis padres me daban unas monedas para tomar el “quinientero” en la plaza principal para retornar a casa en Cala Cala. Por quinientos, que era lo que correspondía a cincuenta centavos. Luego fue “milquinientero”, taxis colectivos de entonces (partían cuando se llenaban), modelos de los años 40 y 50, de esos que aún funcionan en La Habana. He visto uno parado en la calle Antezana final. Iré a tomarle una foto mañana. Aquí se hicieron chatarra, nada se conservó.
La cosa es que volvía a pie, me ahorraba el pasaje y así fui construyendo una biblioteca con muchos libros de editorial Sopena. Una pequeña firma en la primera hoja dice “cfc”. No consigna el año, principios de los setentas, seguro. De las lecciones de francés me quedaron algunas cosas, un poco del idioma, los filmes de miércoles por la noche en donde vi Los miserables (Raymond Bernard, 1934) con Harry Baur en el papel de Jean Valjean, inolvidable. También Napoleón, de Abel Gance (1927); Poil de Carotte (Julien Duvivier, 1932), triste y magnífica. Estaba Elisabeth, maestra bella y risueña, lejísimos del niño que era yo y que miraba con platonismo su cabello rebelde, sus jeans, la desfachatez con que se movía rodeada de acólitos de su edad babeando a la intemperie. Mucho después, pero mucho, le confesé que la había contemplado por diez años. Respondió que sentía que por ese detalle ejercía yo, sobre ella, irrenunciable hechizo. La recuerdo en medio del canto amaneciendo de aves en las alturas de Cochabamba, con media botella de vino tinto encima del lecho que asesinó al tiempo, corto intervalo de un extendido llanto y una última carta desde Aurillac que decía que “nunca debí haber salido de ese sueño”. Fuimos cómplices en la lectura de La hermandad del anillo, de Tolkien, así como de Yevgueni Evtushenko. Intenté comunicarme, treinta años pasaron, y pidió no remover las ruinas. La atrapó la senectud, supongo, o el miedo de alivianar la sangre de nuevo para irnos de batalla.
Senilità, Italo Svevo. La vida estéril, monótona. Viejos estamos pero no somos. Sin embargo no dije nada a modo de respeto. No estoy todavía para arreglar floreros o lavar con spray rosas de plástico. Ojo, que no es reproche, solo recuerdo una obra del autor italiano y divago acerca de lo leído.
Hoy recuperé seis volúmenes. Tres de Julio Verne, un Dickens, Tartarín en los Alpes, de Alphonse Daudet, y el Wilhelm Meister de Goethe. Estoy contento. Vuelvo al país de las pieles. Cuando mi hija Emily visitaba los mil lagos de Manitoba le pedí que fuera a la bahía de Hudson. Imágenes que nunca olvidé, el fuerte Confianza en un marzo de 1859. Hablamos de una época en que iba perfilándose el futuro de Norteamérica, el expolio de la feraz naturaleza, lidiar con pueblos nativos en condiciones que las circunstancias determinaran. Cuando veía un castor en mis viajes por el campo en Colorado siempre recordaba esta obra. Uno de mis animales totémicos, escurridizo, brillante, constructor del espacio exterior desde su refugio bajo tierra. El solo sonido de su cola golpeando el agua todavía me estremece. Estruendo entre ramas, una piel brillosa estilo jabón que desaparece con ruido. ¿Qué era? Siempre el soberbio castor que se convirtió en comida, en piel, hasta casi extinguirlo.
Largos inviernos del norte. En Chicoutimi, Canadá, volvían las páginas de Verne a hacerse vivas, junto a las de James Fenimore Cooper. Como si la niñez hubiese permanecido crionizada y recién despertaba, siglos más tarde, a la todavía abierta última página de la lectura. Lastimosamente he olvidado la mayor parte del argumento. Quedan los grandes escenarios, la majestuosidad de la bahía, universo interminable y rico. Suavidad de las pieles de zorro, aquella acogedora de las pesadas del oso negro. Linces, mapaches y martas americanas de marrón pelaje. Grandes búhos blancos, mugidos del alce. Emily ¿has visto a los inuits?
Octubre casi termina. He completado un año desde mi regreso. Lo que otrora fue preciosa biblioteca va reanimándose a retazos. Vale, como todo el resto en vida, efímero, necesario cuando se debe, recuerdos los más. A qué llorar. Pequeñas grandes alegrías como esta de encontrar el primer volumen adquirido por mis propios medios, por once pesos.
Subía por la calle Baptista desde la plaza 14 de Septiembre. Hacía un alto en la plazuela Granado y bebía guindo api caliente antes de proseguir. Me apoyaba en los gruesos muros de las Carmelitas descalzas, sospechaba a tales mártires del otro lado observando el mundo exterior a través del opaco alabastro, dedicadas a hervir tostadas y a hacer dulces de almendras. Cuando la Baptista hace una curva salía hacia el Prado, cruzaba el puente, el estadio de fútbol, llegaba a la boca de lobo de la avenida Juan de la Rosa y sus inmensos eucaliptos. Sobrecogía y, a propósito, combatiendo a mí mismo, me metía allí, en la caverna, y caminaba a gran velocidad las cuatro cuadras que me separaban de mi calle. Miraba atrás, no fuera que se me apareciera el hombre calavera del Orfeo Negro, filme que también vi impresionado en la Alianza Francesa. Noche tras noche para el tiempo de la adrenalina. Los vecinos contaban que asaltaban ciclistas, que les mochaban las orejas y etcéteras. Tal vez los maleantes me observaron caminando pero qué obtendrían de mí: el librito comprado en la tarde, Rojo y Negro de Stendhal, Las almas muertas de Gogol, ambos en Sopena española, amados, idolatrados. Sensaciones que sé únicas, las de un alarife que contempla el crecimiento de su obra. Miedo tenía pero más ansias de llegar a casa, comer lo que madre había dejado tapado para mí, cepillar de dientes, luz de lámpara y adentrarme en mundos lejanos que desde entonces forman parte de mi memoria inmediata, convertidos en vivencia ineludible, en geografías precisas y caracteres humanos de distinta particularidad.
Debo volver no solo a leerlo; me aguarda la floresta. No estuve en el Canadá central y debo ir, obviar la modernidad de Winnipeg, abrir la hojarasca y encontrar la fabulosa mancha acuática. Lírico, cierto, que el siglo XIX ya no pertenece, pero puedo recrearlo en mente. Una pequeña talla de foca de los esquimales me sirve como amuleto. La acaricio en la esperanza de que se presente el espíritu de los grandes lagos y obvie la historia hasta que yo lo considere conveniente.
Habrá todavía un resquicio de la bahía de Hudson donde pueda encallar mi bote y ponerme a pensar que es marzo de 1859 y las trampas han sido distribuidas por el bosque. Hora de dormir, hay que respetar el ulular de las lechuzas, el caminar profundo de los grandes mamíferos que no desean ser interrumpidos por el hombre. Tampoco yo lo deseo, quiero estar en silencio, alejado de las bestias.
26/10/2024
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